16 de julio de 2014

10 cosas que sólo se viven en París

París es una ciudad genial, cuando vienes por unos días. Si se vive en ella, uno se da cuenta de que París no mola tanto y que hay una cara oculta que el turista no conoce porque viene con una venda en los ojos y que lo obliga a buscar lo que le han vendido: la ciudad del amor, el barrio de los pintores y los bohemios, los monumentos y edificios hausmanianos que tanto imponen... Para algunos, cuando se vive aquí se podría decir que París es como una relación: te encanta al principio y estás perdidamente enamorado de ella, pero poco a poco vas dándote cuenta de que no es oro todo lo que reluce y que tiene sus taras. Pero como es tu pareja, sigues bajo una especie de embrujo en plan "hay cosas que no soporto pero a la vez no puedo vivir sin ella". O sea, que es una relación de amor-odio para muchos de sus habitantes.
Otros, sin embargo, adoran vivir en París. Y no les falta razón. Los motivos pueden ser muchos: es la meca del cine; cada día puedes hacer algo diferente; hay infinidad de actividades culturales (desde museos hasta exposiciones, óperas, ballets, obras de teatro...) y tantos bares y discotecas como gustos musicales existen. Vamos, que si te gusta "hacer cosas", París mola y si no quieres, no te aburres nunca.

Yo soy más bien del primer grupo: me encanta vivir aquí por todo lo que me ofrece y por "las vistas", pero me agobia sobremanera. Sin embargo, hoy he preferido centrarme en lo que más me gusta de París y lo que más voy a echar de menos si un día dejo la ciudad (o ella deja que me vaya). No son museos, no son actividades culturales tal y como las conocemos, no son las vistas (bueno, un poco sí), y no son el queso ni el vino. Son cosas que no son propias de París y que en realidad podrían ocurrir en cualquier sitio. Pero resulta que no, que sólo pasan en París (hasta donde mis vivencias alcanzan); y es por esas cosas que me siento muy afortunada de vivir aquí.


10 cosas que sólo se viven en París:

1. Maravillarte a cada paso con lo que encuentras: puedes estar todo el día y noche paseando, da igual hacia dónde, y (casi) todo lo que veas te encantará. Si estás en los arrondisements del centro serán monumentos increíbles, pero a medida que te alejas ves cómo cambia la arquitectura, y la gente. Poder ver cómo cambia una misma ciudad y el modo de vida de sus habitantes en tan sólo unas calles me sigue dejando anonadada.

2. Celebrar la llegada del verano por todo lo alto con la Fête de la Musique. Las calles se llenan de músicos, dj's y conciertos. Toda la gente está fuera, yendo de un lado a otro y cambiando de estilos musicales en tan solo unos metros. Puedes seguir el programa o echar a andar sin rumbo y ver con qué te encuentras. Es una pasada y ¡es mi día preferido en París! Si queréis saber la fecha perfecta para visitar la ciudad... no lo dudéis: el 21 de junio.

3. Volverte "météo-dependiente", o lo que viene siendo dar al sol la importancia que se merece (y no solo por la fotosíntesis). En España nos "reímos" de los guiris que salen en chanclas a aprovechar el mínimo rayo de sol que se divisa en el firmamento. Yo era de esas, pensaba: "pobrecillos... mira cómo aprovechan, mira. Si es que están desesperados". Bueno, el tiempo me ha puesto en mi lugar y ahora soy la primera que se pelea con sus amigos parisinos para que no le "tapen" el sol. Y cuando digo "sol" quiero decir "un mínimo reflejo que asoma entre las nubes". Nada como una estancia larga en el norte para darme cuenta de hasta qué punto soy sensible a la falta de luz solar. Ahora que me doy cuenta, este punto es más bien negativo... Así que mejor quedaos con esto: ¿lo mejor del sol en París? Es preciosa cuando éste sale.

4. Descubrir que, después de años y años de haberte pateado la ciudad y creer conocerla bastante bien, ¡aún hay sitios que nunca habías visto! Y no solo eso, sino que encima son ¡sitios que te encantan! ¿Alguna vez se llega a conocer completamente París?

5. Estar semi-perdido por un barrio que todavía no conoces bien. Encontrar un bar remoto y con una decoración súper cutre de lo ñoña que es. Entrar porque es el único bar que has visto en varios metros a la rotonda y descubrir que... ¡es un bar-librería!, que... ¡justo empieza un concierto de jazz! y que... ¡hay un pintor sentado a la barra retratando la escena! Terminar la soirée hablando con los músicos y salir del bar habiendo pasado una tarde genial. Eso sí, el bar no lo volverás a encontrar aunque lo busques. Es lo que tiene perderse en París.

6. Ser feliz cuando descubres un bar en el que la pinta de cerveza sólo cuesta 3€. O disfrutar de una especie de paz interior cenando a orillas del canal del Ourq o del canal Saint-Martin. O reírte a carcajadas escuchando un monólogo gratuito en un bar recóndito.

7. Disfrutar de una botella de vino sentada en un mirador desde el que puedes contemplar todo París. Y con un poco de suerte, escuchar a un dúo de acordeón y guitarra improvisado a tus pies.

8. ¡Bailar salsa a orillas del Sena!

9. Pasar una soirée bien acompañada cenando especialidades africanas y riéndote con gente de todas partes del globo. Saber que, sin moverte de tu casa, has conocido un montón de cosas de Senegal, Guinea, el Congo, Ruanda, Togo, Angola, Argelia, Marruecos, las Antillas, la Reunión, la Guyana francesa, Haití... Y sentirte rebosante de alegría bailando ritmos de todo el mundo (entre ellos la kompas o el coupé décalé, que a partir de ahora es uno de tus estilos preferidos) y preguntándote cómo puede ser posible que tu vida sea tan genial.

10. Darte cuenta de que el idioma es importante pero cuando conoces a alguien con quien funciona, lo hará aunque a veces no sepáis ni expresar cómo os sentís o no sepáis cómo se dice tal o tal cosa. Y si encima conservas la relación, no hará más que mejorar y convertirse en una gran amistad.
*

París es lo que tiene: a veces parece que te chupa la energía y el cielo gris te absorbe el buen humor, pero cuando optas por quedarte con lo bueno, te das cuenta de que te ha robado un poco el corazón. A lo mejor por eso se llama la ciudad del amor...

10 de julio de 2014

La Martinica a ojos de una europea

La primera vez que se va al Caribe nunca se olvida. Bueno, digo yo... Yo no lo he olvidado porque fue justo hace un año. Seguro que me acuerdo durante mucho tiempo, pero por si acaso mi memoria me la juega, prefiero dejar algunas impresiones aquí escritas.
Aunque pueda parecer mentira, el Caribe nunca ha sido un destino que me "llamara tanto", tenía otras prioridades. ¿¡Quéeeeee!? Sí, lo sé, cómo se puede decir algo así... Claro que si puedo ir, me voy de cabeza, pero nunca pensé en ahorrar específicamente para hacer un viaje así. Sin embargo, tener un amigo local que te acoja y te enseñe la isla de cabo a rabo es un buen aliciente para no posponer un viaje tan idílico. Así que allí que me fui: a La Martinica, la isla de las flores. Me fui sin saber con qué me encontraría, tan solo con la idea de "voy al Caribe, al paraíso". Y... así fue. Aluciné con las playas, con el agua clara y con los paisajes. Pero hoy no os voy a hablar de qué ver en Martinica, dónde comer, etc. Eso lo guardo para otro post y podéis ir a verlo por vosotros mismos por el módico precio del billete de avión. Hoy prefiero rememorar el viaje desde un punto de vista más... perceptivo.

Para meterte de lleno en el ambiente e imaginarte en Martinica,
lee el post escuchando esta canción,
que fue la banda sonora de mi viaje
Lo primero que pensé nada más poner los pies en tierra caribeña fue "me ahogo" (miento, fue "¡menudo pelo lleva JC!", pero esto no es relevante para la historia). La humedad te da una bofetada nada más salir del aeropuerto y parece que te falte el aire para respirar. Claro que a los 5 minutos estás tan emocionado que ni lo notas.

Yo llegué sobre las 17h, así que casi se estaba haciendo de noche. Y cuando cae la noche martiniquesa, la isla retumba: ¡pensaba que me iba a volver sorda! ¿Qué es ese ruido? ¿Qué ruido? ¡Ese! ¿No lo oyes? ¡Si es atronador...! Vas tan tranquila en el coche, con las ventanillas bajadas y temiendo por tu vida porque el conductor va a toda pastilla por unas carreteras que nada tienen que envidiar a las de los Pirineos (por lo sinuosas y empinadas), cuando de repente oyes un ruido ensordecedor. Crees que son grillos pero es imposible que canten tan fuerte. Bajas el volumen de la radio para que tu compañero de viaje lo oiga y te diga qué es. Y... sí, es el canto de los grillos. Me dio hasta dolor de cabeza. No os preocupéis, a los 3 días ya ni los oía. Pero fue entonces cuando descubrí que en Martinica nunca oirás el silencio absoluto de la noche. (A menos que vaya a haber ciclón, porque entonces los grillos no cantan).

Un día tras otro y durante todo el año, se hace de noche sobre las 18:30h. Fue todo un choque comparando con el verano eterno de París (donde a las 23h aún quedan restos del atarceder). Y con la llegada de la oscuridad parece que se acaba la vida en la isla: todo el mundo vuelve a sus casas y queda muy poca gente por las calles. A menos que vayas a una soirée, a cenar a un restaurante o a dar un paseo por el Malecón de Fort-de-France, te encontrarás merodeando por calles bastante desiertas.

Visitad Fort-de-France de noche, y después visitadla de día. ¡No tiene nada que ver! Parecen dos ciudades distintas... Y si podéis, id a ver el mercado y de paso comprad alguna guayaba (o, aún mejor, zumo de guayaba).

En Martinica vi la puesta de sol más bonita que había visto nunca (hasta que fui a Cuba). Fue desde la Place des Arawaks, en Schoelcher. Mi consejo es que paséis la plaza y vayáis a sentaros sobre las rocas que dan al mar. Al día siguiente ya quería volver.

¡Sobreviví a una tormenta tropical! Vale, no fue el fin del mundo ni pasé miedo, pero derribó un montón de árboles, hubo carreteras cortadas y estuvimos en alerta naranja (que quiere decir "no salgas de casa"). Pasamos el día sin electricidad, jugando a juegos de mesa y, cuando pasó lo peor y levantamos las persianas, vimos que las vigas de la casa que construían al lado estaban todas torcidísimas y que la enorme palmera de enfrente se había caído, dejando al descubierto la finca de un béké.

Aprendí qué es un béké y nos adentramos en su territorio: los campos de caña de azúcar. Los békés son los descendientes de los blancos que fueron a hacer negocio hace varios siglos. Aún forman el 1% de la población (con la abolición de la esclavitud algunos dejaron la isla, otros se integraron/mezclaron con los nativos o, en el caso de la Guadalupe, fueron masacrados) y aun así concentran el 90% de las riquezas de la isla... Todavía quedan algunos que viven en enormes villas y complejos integrados detrás de los campos de caña de azúcar y con vistas al mar...

¡Las casas me encantaron! (Las martiniquesas, no las de los békés) Pensé que todo el mundo debe ser rico para construirse semejantes caseríos. ¡Y tan coloridas! Me encantaron: arquitectura colonial, colores a tutiplén, porches para disfrutar de las vistas y la humedad haciendo estragos de los suyos que añaden aún más encanto. Y para más inri, la arquitectura cambia un montón de norte a sur de la isla.

El norte y el sur son muy diferentes, a pesar de ser un territorio tan pequeño. Yo estaba más bien al sur, con mucha vegetación: palmeras, cocoteros, plataneros, cañas de azúcar, flores... playas de arena blanca y el cielo más bien despejado. Pero conforme vas subiendo, todo cambia: los árboles son más frondosos e incluso hay más vegetación, las carreteras se vuelven más empinadas, las playas son de arena negra y el cielo está más bien gris y nublado.

Además el norte da un poco de miedo por sus carreteras (estrechas, empinadas y casi siempre mojadas por la lluvia o la humedad). Entre ellas destacan la del día en que pensé que iba a morir y la del 2° día en que pensé que iba a morir incluso con más certeza que el primero. Hay que tener un nivel de conducción profesional para descubrir los rincones más bonitos y las playas más recónditas. Los destinos a los que conducen merecen la pena (si no sufres de vértigo o de problemas cardíacos), porque además están poco frecuentados.

Flipé cuando descubrí que sólo puedes ir de una punta a otra de la isla por un lado: ¡por el otro está cortado! Los habitantes de Grand Rivière, Macouba o Basse-Pointe solo tienen una salida de su ciudad: una única carretera del demonio (a causa de la escarpada montaña). Pero es que por el otro... ¡ha sido imposible dominar a la naturaleza! El paisaje es demasiado abrupto. ¡Increíble!

Los paisajes son... abrumadores. Yo no tengo talento fotográfico y en el blog ha quedado probado: pese a mis intentos de captar el momento y la emoción que transmite la naturaleza de la que estaba rodeada... he fracasado. Pero me encantó el hecho de que sea tan salvaje: vas a la playa y no llevas sombrilla, te pones debajo de un árbol (¡pero cuidado, nunca debajo de un cocotero!); hay un montón de bichos con los que convivir y además tienes que tener cuidado porque algunos son pequeños pero matones y si encima los aplastas, huelen fatal; haces una excursión y ves un montón de fauna (todo tipo de cangrejos) y de flora (con hojas que son más grandes que tú de la punta de los dedos hasta los pies); vas por el bosque tropical y si empieza a llover tienes que salir pitando si no quieres sufrir graves heridas provocadas por un árbol en apariencia inofensivo... y así un largo etcétera de supervivencia.


Hasta los pájaros lo saben:
cuidadín con el Mancenillier
De hecho, cuando los pájaros no se comen el fruto de un árbol... por algo será.
Aprendí qué es un rastafari y vi uno en su hábitat natural. ¿Que queréis saber cómo y cuándo encontrar a uno en su estado natural? Muy fácil: tan solo hay que hacer una excursión, no encontrar las marcas del sendero, perderse y decidir que lo mejor será subir por el río (literalmente) hasta llegar a la cascada -que es el punto final del paseo; cuando ya no puedas con tu alma, tengas las deportivas rotas de escalar por las rocas y las rodillas con rasguños de resbalar por estas mismas, y avances sirviéndote de tus 4 extremidades por el bien de tu equilibrio, verás pasar un individuo en chanclas, con una bolsita de plástico como todo complemento de supervivencia y sorteando la naturaleza como si paseara por una calle bien pavimentada. ¡Enhorabuena, lo has encontrado!

Vi iguanas, atrapé una estrella de mar (que después liberé), hice buceo y vi peces preciosos, toqué una anémona que se cerró al instante, cogí un erizo de mar (hacen cosquillas por abajo) y vi pelícanos tirarse en picado al agua. Vi una carrera de yoles rodeada de viejitos que tomaban el "aperitivo" (con ron a palo seco y sin hielo) mientras comía pâte de guayaba (¿existe algo más delicioso?).

La respuesta es sí. En Martinica descubrí mi bebida preferida en el mundo entero y que debe ser un manjar de los dioses: el zumo de azúcar de caña. Si no habéis tenido el privilegio de probarlo, mejor: os evitará echarlo de menos y buscarlo como posesos por el continente europeo, donde a veces lo venden en tetrabricks tamaño pulgarcito pero que tan sólo son un pobre sustituto del original.

¿Qué fue antes, el coco o el cocotero?
Esto también me permitió darme cuenta de que en Europa somos un pelín exagerados respecto a las normas alimenticias: queremos que todo lo que compramos haya pasado todos los controles habidos y por haber. Me parece muy legítimo y apropiado para la salud, pero a veces un poco exagerado. No hay nada como comprar fruta al borde de la carretera o en mercadillos improvisados: ¡esa sí que es fruta fresca y viene directa de la huerta!

Guía molón que no tiene nada que envidiar a Tarzán
Y más fresco aún fue beber agua de coco recién cogido. Estar en medio de una excursión, sedienta y cansada y ver cómo escalan a un cocotero y con un "mini" machete abren un coco delante tuya... es genial. ¡Y beber directamente del coco hace que te sientas como una auténtica aventurera!



Fue un viaje en el que descubrí un montón de cosas que desconocía y que resultaron convertirse en "mis favoritas": comida (pasta de guayaba, pollo al coco, pollo colombo, pizza plus, plátanos fritos...), bebida (zumo de azúcar de caña, zumo de guayaba, zumo de mango...), fauna (desarrollé una extraña afición por los pájaros), lugares y momentos.

¿Quién me lo iba a decir? ¡El Caribe ha resultado ser uno de mis lugares preferidos! (Claro que dicho así... suena evidente)